MEMORIA
Durante los diez últimos años de su vida, mi madre fue
perdiendo poco a poco la memoria. A veces, cuando iba a verla a Zaragoza, donde
ella vivía con mis hermanos, le dábamos una revista que ella miraba
atentamente, de la primera página a la última. Luego, se la quitábamos para
darle otra que, en realidad, era la misma. Ella se ponía a hojearla con
idéntico interés. Llegó a no reconocer ni a sus hijos, a no saber quiénes
éramos ni quién era ella. Yo entraba, le daba un beso, me sentaba un rato a su
lado —físicamente, mi madre gozaba de muy buena salud y hasta estaba bastante
ágil para su edad—; luego salía y volvía a entrar. Ella me recibía con la misma
sonrisa y me invitaba a sentarme como si me viera por primera vez y sin saber
ni cómo me llamaba. Cuando yo iba al colegio, en Zaragoza, me sabía de memoria
la lista de los reyes godos, la superficie y población de cada Estado europeo y
un montón de cosas inútiles. En general, en los colegios se mira con desprecio
este tipo de ejercicio mecánico de memoria y a quien lo practica suele
llamársele despectivamente memorión. Yo, aunque memorión, no sentía sino
desprecio para estas exhibiciones baratas. Pero, a medida que van pasando los
años, esta memoria, en un tiempo desdeñada, se nos hace más y más preciosa.
Insensiblemente, van amontonándose los recuerdos y un día, de pronto, buscamos
en vano el nombre de un amigo o de un pariente. Se nos ha olvidado. A veces,
nos desespera no dar con una palabra que sabemos, que tenemos en la punta de la
lengua y que nos rehúye obstinadamente. Ante este olvido, y los otros olvidos
que no tardarán en llegar, empezamos a comprender y reconocer la importancia de
la memoria. La amnesia —que yo empecé a sufrir hacia los setenta años— comienza
por los nombres propios y los recuerdos más recientes: ¿Dónde he puesto el
encendedor que tenía hace cinco minutos? ¿Qué quería yo decir al empezar esta
frase? Ésta es la llamada amnesia anterógrada. Le sigue la amnesia
anteroretrógada que afecta a los recuerdos de los últimos meses y años: ¿Cómo
se llamaba el hotel en el que paré cuando estuve en Madrid en mayo de 1980?
¿Cuál era el título de aquel libro que me interesaba hace seis meses? Ya no me
acuerdo. Busco afanosamente, pero es inútil. Viene por fin la amnesia
retrógada, que puede borrar toda una vida, como le sucedió a mi madre. Yo
todavía no he sentido la acometida de esta tercera forma de amnesia. Guardo de
mi pasado lejano, de mi infancia, de mi juventud, múltiples y níti- dos
recuerdos y también profusión de caras y de nombres. Si, a veces, se me olvida
alguno, no me preocupa excesivamente. Sé que voy a recuperarlo en el momento
menos pensado, por uno de esos azares del subconsciente que trabaja
incansablemente en la oscuridad. Por el contrario, siento viva inquietud y
hasta angustia cuando no consigo recordar un hecho reciente qué he vivido o el
nombre de una persona conocida en los últimos meses, o incluso de un objeto. De
pronto, toda mi personalidad se desmorona, se desarticula. Soy incapaz de
pensar en otra cosa, por más que todos mis esfuerzos y rabietas son inútiles.
¿Será esto el comienzo de la desaparición total? Es atroz tener que recurrir a
una metáfora para decir «una mesa». Y la angustia más horrenda ha de ser la de
estar vivo y no reconocerte a ti mismo, haber olvidado quién eres. Hay que
haber empezado a perder la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse
cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida. Una vida sin
memoria no sería vida, como una inteligencia sin posibilidad de expresarse no
sería inteligencia. Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón,
nuestra acción, nuestro sentimiento, Sin ella no somos nada. Con frecuencia, he
pensado introducir en una película una escena en la que un hombre trata de
contar una historia a un amigo; pero olvida una palabra de cada cuatro,
generalmente, una palabra muy simple: coche, calle, guardia... El hombre
farfulla, titubea, gesticula, busca equivalencias patéticas, hasta que el
amigo, furioso, le da un bofetón y se va. A veces, para defenderme de mis
propios terrores con la risa, me da por contar el cuento del hombre que va al
psiquiatra porque sufre pérdida de memoria, lagunas. El psiquiatra le hace un
par de preguntas de rutina y luego le dice: —Bien, ¿y esas lagunas? —¿Qué
lagunas? —pregunta el hombre. La memoria, indispensable y portentosa, es
también frágil y vulnerable. No está amenazada sólo por el olvido, su viejo
enemigo, sino también por los falsos recuerdos que van invadiéndola día tras
día. Un ejemplo: durante mucho tiempo, conté a mis amigos (y la cito también en
este libro) la boda de Paul Nizan, brillante intelectual marxista de los años
treinta. Cada vez, me parecía estar viendo la iglesia de
Saint-Germain-des-Prés, la concurrencia, entre la que me encontraba yo, el
altar, el cura, Jean-Paul Sartre, testigo del novio. Un día, el año pasado, me
dije de pronto: ¡Imposible! Paul Nizan, marxista convencido y su mujer, hija de
una familia de agnósticos, nunca se hubieran casado por la Iglesia. Totalmente
inimaginable. Entonces, ¿había yo transformado un recuerdo? ¿Se trataba de un
recuerdo inventado? ¿De una confusión? ¿Puse un marco familiar de iglesia a una
escena que alguien me describió? Todavía no lo sé. La memoria es invadida
constantemente por la imaginación y el ensueño y, puesto que existe la
tentación de creer en la realidad de lo imaginario, acabamos por hacer una
verdad de nuestra mentira. Lo cual, por otra parte, no tiene sino una
importancia relativa, ya que tan vital y personal es la una como la otra. En
este libro semibiográfico, en el que de vez en cuando me extravío como en una
novela picaresca, dejándome arrastrar por el encanto irresistible del relato
inesperado, tal vez subsista, a pesar de mi vigilancia, algún que otro falso
recuerdo. Lo repito, esto no tiene mayor importancia. Mis errores y mis dudas
forman parte de mí tanto como mis certidumbres. Como no soy historiador, no me
he ayudado de notas ni de libros y, de todos modos, el retrato que presento es
el mío, con mis convicciones, mis vacilaciones, mis reiteraciones y mis
lagunas, con mis verdades y mis mentiras, en una palabra: mi memoria.
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