Removió
el contenido de la caja del cartón, y sacó un cuaderno. «Mira esto», dijo entregándomelo.
Era como los cuadernos que se usaban en la escuela, de color anaranjado y con
el dibujo de un gorila en la cubierta. En la parte inferior, dentro de una
orla, ponía: «Cuaderno para uso de», y debajo, un nombre: «Ángel». «¿Te suena
la letra?», me preguntó. «Es parecida a la de mi padre.» «Sí, estoy de acuerdo.»
Miré más detenidamente la caligrafía. «Ahora no escribirá exactamente así –
quiso advertirme ella-. Ten en cuenta que este cuaderno tendrá cerca de
veinticinco años». «¿Veinticinco años?» «O un poco más.» Teresa me señaló una página
en la que figuraba una lista de nombres: «A ver qué te parece esto». El
cuaderno estaba húmedo, sus hojas no hacían ruido.
La
letra era mala, como si el autor de la lista la hubiera escrito a toda prisa, y
costaba trabajo leer algunos nombres. En la primera línea ponía «Humberto».
Luego – me llevó tiempo descifrarlo – venían los nombres de «Goena el viejo» y «Goena el joven». En la cuarta línea parecía que ponía «Eusebio». En la
quinta, «Otero». En la sexta, en letras mayúsculas, «Portaburu». En el
siguiente renglón, «los maestros». Y en último lugar, escrito de cualquier
manera y subrayado, «el americano».
«Es
la lista de la gente que fusilaron en Obaba. Obra de nuestros padres, creo –
dijo Teresa. En sus ojos volvía a haber una lágrima-. Ahora me odiarás, lo sé».
Sobre Bernardo Atxaga
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