Un cadáver en la nieve
La niebla le impedía distinguir más allá de sus propios pasos sobre el espeso manto de nieve que cubría las montañas. Por eso Grimpow no vio el cadáver hasta que tropezó con él y cayó de bruces a su lado. Sólo entonces se dio cuenta de su siniestro hallazgo, y miró aterrado el rostro del hombre muerto que yacía junto a él como si estuviese dormido. Impulsado por el miedo, Grimpow se puso en pie de un salto y corrió cuanto pudo hasta la cabaña, exhalando vaho por la boca como un ciervo perseguido por lobos hambrientos.
- ¿A qué viene tanta prisa? – le preguntó Dúrlib, después de abrir la puerta que Grimpow golpeaba como un alucinado.
- ¡Hay... hay un hombre muerto cerca de aquí! - respondió Grimpow con voz entrecortada, al tiempo que señalaba hacia el blanco bosque de abetos que se extendía a su espalda.
Dúrlib se puso pálido.
- ¿Estás seguro de eso, muchacho? - inquirió alarmado.
A Grimpow le bastó un gesto de asentimiento para contestar, mientras dejaba caer sobre un tronco cortado el par de conejos que acababa de cazar con su arco junto a las heladas cascadas del valle.
- Aguarda un momento, he de coger mi espada - dijo Dúrlib.
Entró en la cabaña, cogió su manto de pieles y se ciñó al cinto una larga espada que siempre dejaba colgada junto a la puerta.
- Vamos, Grimpow, llévame al lugar donde encontraste a ese hombre.
Y ambos partieron en busca del cadáver del caballero desconocido, como dos espectros difuminados por la niebla.
Grimpow caminaba deprisa, con su arco en la mano izquierda y el carcaj repleto de flechas colgado en la espalda, dispuesto a usarlas contra cualquier sombra que se moviese a su alrededor. Sentía que el corazón le palpitaba en el pecho con golpes de tambor, mientras su mirada seguía el rastro de sus propios pasos en la nieve. Las huellas de su carrera hasta la cabaña eran tan nítidas y profundas que no podía equivocarse. Sólo tenía que desandar el mismo camino entre peñascos y abetos, y el cuerpo de aquel hombre tendido sobre la nieve volvería a aparecer ante sus ojos como si estuviese dormido.
- ¡Ahí está! - gritó Grimpow, al ver el bulto oscuro de un cuerpo semioculto en la nieve.
Dúrlib se detuvo a su lado.
- Quédate aquí y no te acerques hasta que yo te lo diga - le ordenó.
El cadáver estaba tumbado de costado y tenía el rostro mirando al cielo neblinoso, como si el último deseo de aquel hombre antes de encontrar la muerte hubiera sido despedirse de las estrellas. Tendría unos sesenta años y, a juzgar por las ropas que vestía y la capa de grueso paño que llevaba prendida en la espalda, Dúrlib no dudó de la nobleza de su linaje. Se acercó despacio, se arrodilló ante el caballero muerto y le cerró los ojos aún abiertos. Diminutas estalactitas de hielo pendían de sus largos cabellos, de sus barbas blanquecinas y de sus cejas, su piel tenía un color azulado, y en sus resecos labios parecía esbozarse el amago de una sonrisa.
- Está congelado - dijo Dúrlib después de examinar detenidamente el cadáver.
La niebla le impedía distinguir más allá de sus propios pasos sobre el espeso manto de nieve que cubría las montañas. Por eso Grimpow no vio el cadáver hasta que tropezó con él y cayó de bruces a su lado. Sólo entonces se dio cuenta de su siniestro hallazgo, y miró aterrado el rostro del hombre muerto que yacía junto a él como si estuviese dormido. Impulsado por el miedo, Grimpow se puso en pie de un salto y corrió cuanto pudo hasta la cabaña, exhalando vaho por la boca como un ciervo perseguido por lobos hambrientos.
- ¿A qué viene tanta prisa? – le preguntó Dúrlib, después de abrir la puerta que Grimpow golpeaba como un alucinado.
- ¡Hay... hay un hombre muerto cerca de aquí! - respondió Grimpow con voz entrecortada, al tiempo que señalaba hacia el blanco bosque de abetos que se extendía a su espalda.
Dúrlib se puso pálido.
- ¿Estás seguro de eso, muchacho? - inquirió alarmado.
A Grimpow le bastó un gesto de asentimiento para contestar, mientras dejaba caer sobre un tronco cortado el par de conejos que acababa de cazar con su arco junto a las heladas cascadas del valle.
- Aguarda un momento, he de coger mi espada - dijo Dúrlib.
Entró en la cabaña, cogió su manto de pieles y se ciñó al cinto una larga espada que siempre dejaba colgada junto a la puerta.
- Vamos, Grimpow, llévame al lugar donde encontraste a ese hombre.
Y ambos partieron en busca del cadáver del caballero desconocido, como dos espectros difuminados por la niebla.
Grimpow caminaba deprisa, con su arco en la mano izquierda y el carcaj repleto de flechas colgado en la espalda, dispuesto a usarlas contra cualquier sombra que se moviese a su alrededor. Sentía que el corazón le palpitaba en el pecho con golpes de tambor, mientras su mirada seguía el rastro de sus propios pasos en la nieve. Las huellas de su carrera hasta la cabaña eran tan nítidas y profundas que no podía equivocarse. Sólo tenía que desandar el mismo camino entre peñascos y abetos, y el cuerpo de aquel hombre tendido sobre la nieve volvería a aparecer ante sus ojos como si estuviese dormido.
- ¡Ahí está! - gritó Grimpow, al ver el bulto oscuro de un cuerpo semioculto en la nieve.
Dúrlib se detuvo a su lado.
- Quédate aquí y no te acerques hasta que yo te lo diga - le ordenó.
El cadáver estaba tumbado de costado y tenía el rostro mirando al cielo neblinoso, como si el último deseo de aquel hombre antes de encontrar la muerte hubiera sido despedirse de las estrellas. Tendría unos sesenta años y, a juzgar por las ropas que vestía y la capa de grueso paño que llevaba prendida en la espalda, Dúrlib no dudó de la nobleza de su linaje. Se acercó despacio, se arrodilló ante el caballero muerto y le cerró los ojos aún abiertos. Diminutas estalactitas de hielo pendían de sus largos cabellos, de sus barbas blanquecinas y de sus cejas, su piel tenía un color azulado, y en sus resecos labios parecía esbozarse el amago de una sonrisa.
- Está congelado - dijo Dúrlib después de examinar detenidamente el cadáver.
- No veo en su cuerpo ninguna
herida que permita pensar que lo han asesinado. Probablemente se alejara de su
cabalgadura y se perdiera anoche entre la niebla. El frío se coló en sus venas
y le heló la sangre. Creo que ha tenido un final apacible, a pesar de su
desgraciada muerte - añadió.
En ese instante, Dúrlib vio que la mano derecha del cadáver estaba cerrada con fuerza, como si guardara en ella un objeto valioso del que el caballero muerto no hubiera querido desprenderse ni siquiera en los últimos momentos de su vida. Dúrlib cogió la mano rígida y helada del difunto y fue separando con dificultad cada uno de los dedos hasta que quedó visible una piedra pulida y redondeada del tamaño de una almendra. Su color era extraño e indefinido, como si cambiara de tonalidades al moverla o girarla.
- ¿Qué ocurre? - preguntó Grimpow impulsado por la curiosidad.
- Acércate - dijo Dúrlib.
Cuando Grimpow se situó a su lado y contempló de nuevo el rostro del cadáver confirmó que aquel hombre parecía dormido. Tal vez la muerte sólo sea un plácido y eterno sueño, pensó. Luego reparó en la pequeña piedra que Dúrlib tenía en la mano, y le preguntó:
- ¿Qué es esa piedra -
- Quizá el caballero muerto la usara como amuleto y la tomara en su mano poco antes de morir, al tener la certeza de que había llegado el momento de encomendar a Dios su alma - dijo Dúrlib, al tiempo que le lanzaba a Grimpow el talismán del difunto. - Guárdala tú, desde ahora esta piedra irá unida a tu destino - añadió en tono misterioso.
Grimpow cogió la piedra al vuelo y notó en sus manos el cálido tacto del mineral a pesar del aire helado de las montañas.
- ¿Qué quieres decir con que esta piedra irá unida a mi destino? - preguntó desorientado, pues nunca había oído a Dúrlib hablar de un modo tan enigmático.
- Supongo que si es un amuleto te protegerá de los espíritus malignos y te dará suerte - dijo Dúrlib con indiferencia.
- Yo ya tengo un amuleto - replicó Grimpow, abriéndose el jubón y mostrándole la bolsita de lino que su madre le colgara del cuello cuando era niño y que contenía unas ramitas de romero.
- Pues ahora ya tienes dos, y no habrá mal de ojo, maldición o veneno que pueda hacerte daño. Pero, como puedes ver en la cara helada de este caballero, no debes fiarte del frío. A él no parece que le haya servido de mucho su amuleto.
Grimpow recordó que su madre solía decirle que él había nacido con el siglo XIV, y que, según auguraba la redondez de la luna llena que iluminaba el cielo la noche de su nacimiento, el futuro habría de depararle toda la suerte y todas las bondades que a ella le había negado su desdichado destino. Entonces Grimpow pasó la yema de sus dedos por la pulida superficie de la piedra, y tuvo el presentimiento de que los vaticinios de su madre comenzaban a cumplirse. Sin embargo, algo dentro de sí también le hacía temer unos acontecimientos inciertos que apenas si podía vislumbrar, y que le provocaban una profunda desazón. Pensó que esa inquietud sólo era debida a su encuentro con el caballero muerto, cuyo cuerpo sin vida aún tenía ante sus ojos, pero, a pesar de su corta edad, no era ése el primer cadáver que él veía. En tiempos de epidemias la gente moría en la comarca de Úllpens con una facilidad pasmosa, y Grimpow había visto los cadáveres de muchos hombres, mujeres, ancianos y niños, amontonados a las puertas del cementerio como siniestros espantajos, negruzcos y desfigurados.
En esto pensaba Grimpow cuando la voz asombrada de Dúrlib lo sacó de sus cavilaciones.
- ¡Mira estas maravillas! - exclamó sin ocultar su alegría.
Luego se quitó con precipitación su manto de pieles, lo extendió sobre la nieve, e inmediatamente volcó sobre él el contenido de una alforja de cuero que halló bajo el cadáver. Al abrigo de la niebla, y bajo la pálida luz del mediodía, destellaron un par de dagas de distinto tamaño que tenían el puño de marfil incrustado de zafiros y rubíes. Había también abundantes monedas de plata, algunas alhajas, una carta lacrada, y un sello de oro de los que usaban los reyes y los nobles para autentificar sus documentos y mensajes, guardado en una cajita de madera tallada.
-¿No pensarás quedarte con esas riquezas? - preguntó Grimpow, alarmado ante la visión de las joyas más valiosas que jamás contemplaran sus ojos.
Dúrlib le miró descreído.
- ¡Pero qué dices, Grimpow! ¡Somos vagabundos y ladrones! ¿Es que lo has olvidado?
- Pero no somos profanadores de cadáveres - replicó Grimpow, con una autoridad que a él mismo le sorprendió.
- ¡Oh, vamos, amigo mío! - dijo conciliador Dúrlib -, en mi larga y miserable vida de proscrito y vulgar salteador de caminos, jamás puso el cielo a mi alcance un tesoro tan valioso como el que ahora tengo en mis manos sin necesidad de jugarme el pescuezo para conseguirlo, y tú me pides que no lo haga mío. - ¿Es que te has vuelto loco, muchacho? - inquirió exaltado.
Grimpow daba vueltas a la piedra que tenía en la mano, buscando argumentos con los que convencer a Dúrlib de lo equivocado de sus intenciones.
- Ni siquiera sabemos quién es ese hombre, ni de dónde ha venido, ni cómo llegó hasta estas montañas. Hasta es posible que alguien sepa que pasó por aquí y vengan pronto a buscarlo.
- La nieve caída durante la noche ha borrado todas las huellas, no debes preocuparte por eso - dijo Dúrlib con afán tranquilizador.
- ¿Y su cabalgadura? - insistió Grimpow.
- Los lobos se ocuparán de su caballo, si es que montaba alguno...
En ese instante, Dúrlib vio que la mano derecha del cadáver estaba cerrada con fuerza, como si guardara en ella un objeto valioso del que el caballero muerto no hubiera querido desprenderse ni siquiera en los últimos momentos de su vida. Dúrlib cogió la mano rígida y helada del difunto y fue separando con dificultad cada uno de los dedos hasta que quedó visible una piedra pulida y redondeada del tamaño de una almendra. Su color era extraño e indefinido, como si cambiara de tonalidades al moverla o girarla.
- ¿Qué ocurre? - preguntó Grimpow impulsado por la curiosidad.
- Acércate - dijo Dúrlib.
Cuando Grimpow se situó a su lado y contempló de nuevo el rostro del cadáver confirmó que aquel hombre parecía dormido. Tal vez la muerte sólo sea un plácido y eterno sueño, pensó. Luego reparó en la pequeña piedra que Dúrlib tenía en la mano, y le preguntó:
- ¿Qué es esa piedra -
- Quizá el caballero muerto la usara como amuleto y la tomara en su mano poco antes de morir, al tener la certeza de que había llegado el momento de encomendar a Dios su alma - dijo Dúrlib, al tiempo que le lanzaba a Grimpow el talismán del difunto. - Guárdala tú, desde ahora esta piedra irá unida a tu destino - añadió en tono misterioso.
Grimpow cogió la piedra al vuelo y notó en sus manos el cálido tacto del mineral a pesar del aire helado de las montañas.
- ¿Qué quieres decir con que esta piedra irá unida a mi destino? - preguntó desorientado, pues nunca había oído a Dúrlib hablar de un modo tan enigmático.
- Supongo que si es un amuleto te protegerá de los espíritus malignos y te dará suerte - dijo Dúrlib con indiferencia.
- Yo ya tengo un amuleto - replicó Grimpow, abriéndose el jubón y mostrándole la bolsita de lino que su madre le colgara del cuello cuando era niño y que contenía unas ramitas de romero.
- Pues ahora ya tienes dos, y no habrá mal de ojo, maldición o veneno que pueda hacerte daño. Pero, como puedes ver en la cara helada de este caballero, no debes fiarte del frío. A él no parece que le haya servido de mucho su amuleto.
Grimpow recordó que su madre solía decirle que él había nacido con el siglo XIV, y que, según auguraba la redondez de la luna llena que iluminaba el cielo la noche de su nacimiento, el futuro habría de depararle toda la suerte y todas las bondades que a ella le había negado su desdichado destino. Entonces Grimpow pasó la yema de sus dedos por la pulida superficie de la piedra, y tuvo el presentimiento de que los vaticinios de su madre comenzaban a cumplirse. Sin embargo, algo dentro de sí también le hacía temer unos acontecimientos inciertos que apenas si podía vislumbrar, y que le provocaban una profunda desazón. Pensó que esa inquietud sólo era debida a su encuentro con el caballero muerto, cuyo cuerpo sin vida aún tenía ante sus ojos, pero, a pesar de su corta edad, no era ése el primer cadáver que él veía. En tiempos de epidemias la gente moría en la comarca de Úllpens con una facilidad pasmosa, y Grimpow había visto los cadáveres de muchos hombres, mujeres, ancianos y niños, amontonados a las puertas del cementerio como siniestros espantajos, negruzcos y desfigurados.
En esto pensaba Grimpow cuando la voz asombrada de Dúrlib lo sacó de sus cavilaciones.
- ¡Mira estas maravillas! - exclamó sin ocultar su alegría.
Luego se quitó con precipitación su manto de pieles, lo extendió sobre la nieve, e inmediatamente volcó sobre él el contenido de una alforja de cuero que halló bajo el cadáver. Al abrigo de la niebla, y bajo la pálida luz del mediodía, destellaron un par de dagas de distinto tamaño que tenían el puño de marfil incrustado de zafiros y rubíes. Había también abundantes monedas de plata, algunas alhajas, una carta lacrada, y un sello de oro de los que usaban los reyes y los nobles para autentificar sus documentos y mensajes, guardado en una cajita de madera tallada.
-¿No pensarás quedarte con esas riquezas? - preguntó Grimpow, alarmado ante la visión de las joyas más valiosas que jamás contemplaran sus ojos.
Dúrlib le miró descreído.
- ¡Pero qué dices, Grimpow! ¡Somos vagabundos y ladrones! ¿Es que lo has olvidado?
- Pero no somos profanadores de cadáveres - replicó Grimpow, con una autoridad que a él mismo le sorprendió.
- ¡Oh, vamos, amigo mío! - dijo conciliador Dúrlib -, en mi larga y miserable vida de proscrito y vulgar salteador de caminos, jamás puso el cielo a mi alcance un tesoro tan valioso como el que ahora tengo en mis manos sin necesidad de jugarme el pescuezo para conseguirlo, y tú me pides que no lo haga mío. - ¿Es que te has vuelto loco, muchacho? - inquirió exaltado.
Grimpow daba vueltas a la piedra que tenía en la mano, buscando argumentos con los que convencer a Dúrlib de lo equivocado de sus intenciones.
- Ni siquiera sabemos quién es ese hombre, ni de dónde ha venido, ni cómo llegó hasta estas montañas. Hasta es posible que alguien sepa que pasó por aquí y vengan pronto a buscarlo.
- La nieve caída durante la noche ha borrado todas las huellas, no debes preocuparte por eso - dijo Dúrlib con afán tranquilizador.
- ¿Y su cabalgadura? - insistió Grimpow.
- Los lobos se ocuparán de su caballo, si es que montaba alguno...
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