Recuerdo muy bien el día que me habló del fenómeno radiofónico porque ese mismo día, a la hora de almuerzo, vi a la tía Julia por primera vez. Era hermana de la mujer de mi tío Lucho y había llegado la noche anterior de Bolivia. Recién divorciada, venía a descansar y a recuperarse de su fracaso matrimonial. «En realidad, a buscarse otro marido», había dictaminado, en una reunión de familia, la más lenguaraz de mis parientes, la tía Hortensia...
Yo almorzaba todos los jueves donde el tío Lucho y la tía Olga, y ese mediodía encontré a la familia todavía en piyama, cortando la mala noche con choritos picantes y cerveza fría. Se habían quedado hasta el amanecer, chismeando con la recién llegada, y despachado entre los tres una botella de whisky. Les dolía la cabeza, mi tío Lucho se quejaba de que su oficina andaría patas arriba, mi tía Olga decía que era una vergüenza trasnochar fuera de sábados, y la recién llegada, en bata, sin zapatos y con ruleros, vaciaba una maleta. No le incomodó que yo la viera en esa facha en la que nadie la hubiera tomado por una reina de belleza.
—Así que tú eres el hijo de Dorita —me dijo, estampándome un beso en la mejilla—. ¿Ya terminaste el colegio, no? La odié a muerte. Mis leves choques con la familia, en ese entonces, se debían a que todos se empeñaban en tratarme todavía como un niño y no como lo que era, un hombre completo de dieciocho años. Nada me irritaba tanto como el Marito; tenía la sensación de que el diminutivo me regresaba al pantalón corto. —Ya está en tercero de Derecho y trabaja como periodista —le explicó mi tío Lucho, alcanzándome un vaso de cerveza. —La verdad —me dio el puntillazo la tía Julia— es que pareces todavía una guagua, Marito.
Durante el almuerzo, con ese aire cariñoso que adoptan los adultos cuando se dirigen a los idiotas y a los niños, me preguntó si tenía enamorada, si iba a fiestas, qué deporte practicaba, y me aconsejó, con una perversidad que no descubría si era deliberada o inocente pero que igual me llegó al alma, que apenas pudiera me dejara crecer el bigote. A los morenos les sentaba y eso me facilitaría las cosas con las chicas.
—Él no piensa en faldas ni en jaranas —le explicó mi tío Lucho—. Es un intelectual. Ha publicado un cuento en el Dominical de El Comercio.
—Cuidado que el hijo de Dorita nos vaya a salir del otro lado —se rió la tía Julia y yo sentí un arrebato de solidaridad con su ex marido. Pero sonreí y le llevé la cuerda. Durante el almuerzo se dedicó a contar unos horribles chistes bolivianos y a tomarme el pelo. Al despedirme, pareció que quería hacerse perdonar sus maldades, porque me dijo con un gesto amable que alguna noche la acompañara al cine, que le encantaba el cine.
Llegué a Radio Panamericana justo a tiempo para evitar que Pascual dedicara todo el boletín de las tres a la noticia de una batalla campal, en las calles exóticas de Rawalpindi, entre sepultureros y leprosos, publicada por Última Hora. Luego de preparar también los boletines de las cuatro y las cinco, salí a tomar un café. En la puerta de Radio Central encontré a Genaro hijo, eufórico. Me arrastró del brazo hasta el Bransa: «Tengo que contarte algo fantástico». Había estado unos días en La Paz, por cuestiones de negocios, y allí había visto en acción a ese hombre plural: Pedro Camacho.
—No es un hombre sino una industria —corrigió, con admiración—. Escribe todas las obras de teatro que se presentan en Bolivia y las interpreta todas. Y escribe todas las radionovelas y las dirige y es el galán de todas. Pero más que su fecundidad y versatilidad, le había impresionado su popularidad. Para poder verlo, en el Teatro Saavedra de La Paz, había tenido que comprar entradas de reventa al doble de su precio.
—Como en los toros, imagínate —se asombraba—. ¿Quién ha llenado jamás un teatro en Lima? Me contó que había visto, dos días seguidos, a muchas jovencitas, adultas y viejas arremolinadas a las puertas de Radio Illimani esperando la salida del ídolo para pedirle autógrafos. La McCann Erickson de La Paz, por otra parte, le había asegurado que los radioteatros de Pedro Camacho tenían la mayor audiencia de las ondas bolivianas. Genaro hijo era eso que entonces comenzaba a llamarse un empresario progresista: le interesaban más los negocios que los honores, no era socio del Club Nacional ni un ávido de serlo, se hacía amigo de todo el mundo y su dinamismo fatigaba. Hombre de decisiones rápidas, después de su visita a Radio Illimani convenció a Pedro Camacho que se viniera al Perú, como exclusividad de Radio Central. —No fue difícil, allá lo tenían al hambre —me explicó—. Se ocupará de las radionovelas y yo podré mandar al diablo a los tiburones de la CMQ.
Traté de envenenar sus ilusiones. Le dije que acababa de comprobar que los bolivianos eran antipatiquísimos y que Pedro Camacho se llevaría pésimo con toda la gente de Radio Central. Su acento caería como pedrada a los oyentes y, por su ignorancia del Perú, metería la pata a cada instante. Pero él sonreía, intocado por mis profecías derrotistas. Aunque nunca había estado aquí, Pedro Camacho le había hablado del alma limeña como un bajopontino y su acento era soberbio, sin eses ni erres pronunciadas, de la categoría terciopelo. —Entre Luciano Pando y los otros actores lo harán papilla al pobre forastero —soñó Javier—. O la bella Josefina Sánchez lo violará.
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